Los sacerdotes han recibido la gracia de hacer que Cristo se haga realmente presente en la Eucaristía a través de la consagración del pan y del vino. Ellos tienen al mismo tiempo, la potestad de perdonar los pecados en nombre de Dios.
La Iglesia Católica ha mantenido a través de los siglos lo que se conoce como “la sucesión apostólica”, línea jerárquica que proviene de los apóstoles de Cristo y que se mantiene hasta hoy. Los grados del sacerdocio ministerial son tres: el episcopado (los obispos), los presbíteros (sacerdotes) y los diáconos. Sólo los obispos pueden ordenar sacerdotes y cada uno de ellos le debe obediencia directa al Papa, el Obispo de Roma, sucesor de Pedro y Vicario de Cristo.
La vida del sacerdote no es fácil. Tiene que dejar el hogar de sus padres y privarse de tener una familia propia. Los sacerdotes forman y acompañan a miles, reciben el cariño y el respeto de muchos, pero también son blanco de incomprensiones, cuando no de calumniosos ataques.
Los sacerdotes están llamados a la entrega total en el servicio a los demás. Lamentablemente, a veces no reciben el apoyo que requieren para su misión o son víctimas del abandono o la soledad. Algunos, por amor a Cristo, pasan hambre, sed y frío; y en ocasiones quedan expuestos al peligro.
Porque el sacerdote anuncia la verdad y se pone de lado de los débiles, puede ser víctima de la violencia: muchos sacerdotes hoy son perseguidos y no pocos asesinados por fidelidad al Evangelio.
El ideal del sacerdote, como recordaba el Papa Francisco el Jueves Santo de 2013, puede ser descrito así: “Que nuestra gente nos sienta discípulos del Señor, sienta que estamos revestidos con sus nombres, que no buscamos otra identidad; y pueda recibir a través de nuestras palabras y obras ese óleo de alegría que les vino a traer Jesús, el Ungido”.