La reciente confrontación pública entre el presidente Gustavo Petro y su exministro de Comercio y exdirector de la DIAN, Luis Carlos Reyes, es mucho más que una simple disputa política. Es un claro ejemplo de la fragilidad del poder y de cómo las diferencias de opinión, incluso con quienes fueron aliados cercanos, pueden convertirse en una guerra de declaraciones peligrosamente personales.
La denuncia de Luis Carlos Reyes, quien asegura que su vida está en peligro y que el presidente lo está calumniando, es un llamado de atención grave. Reyes, quien fuera en su momento la “estrella” del gabinete por su gestión en la DIAN, ahora se encuentra en el centro de una controversia que expone la intransigencia del poder ejecutivo. La disputa sobre el decreto que prohibió la exportación de carbón a Israel, una medida que Reyes consideraba inefectiva y que lo alejó del círculo presidencial, es la punta del iceberg.
Lo más preocupante de esta situación es la acusación de Reyes: que el presidente está “politizando el genocidio en Gaza” para atacarlo personalmente. Un conflicto de la magnitud del de Gaza, con sus miles de muertos y su inmensa carga humanitaria, no debería ser utilizado como munición en una pelea política interna. Este uso de una tragedia global para desacreditar a un oponente es no solo inaceptable, sino que desvía la atención de los problemas reales y profundiza la polarización.
La forma en que el presidente Petro utiliza sus redes sociales, con trinos extensos y a menudo confrontacionales, ha sido una constante en su gobierno. Sin embargo, cuando estos mensajes se dirigen a un exfuncionario que ha criticado una política, y este exfuncionario se siente amenazado, la situación adquiere una dimensión mucho más seria. Esto plantea interrogantes sobre la libertad de expresión dentro del propio gobierno y sobre las consecuencias de disentir con las políticas del presidente.
El caso de Luis Carlos Reyes, quien pasó de ser un funcionario destacado a un blanco de críticas públicas, demuestra el alto costo de la disidencia. Un exministro no debería tener que denunciar a un presidente por calumnia para defender su integridad. Este incidente es un recordatorio de que en el poder no hay amigos eternos, solo intereses, y que la lealtad es un requisito que, una vez rota, puede llevar a consecuencias graves.


































































