El grito de rechazo emitido por el Gobernador del Cauca, Octavio Guzmán Gutiérrez, ante los recientes atentados contra la vida y la libertad de líderes y servidores comunitarios, resuena como una alarma inaplazable. No son solo estadísticas; son ataques directos a la esperanza y al tejido social que día a día se esfuerza por sacar adelante a un departamento históricamente golpeado por la violencia.
En el Cauca, el dolor de estos hechos se siente doblemente. Cada amenaza contra un alcalde, lideresa, guardia indígena o misión humanitaria es un golpe al corazón de la democracia local y a los procesos de paz y dignidad que con tanto esfuerzo se construyen desde abajo. La valentía y el compromiso de estos actores merecen no solo reconocimiento, sino, sobre todo, una protección efectiva e incondicional.
La visión del Gobernador es clara y profundamente necesaria: creemos en un Estado que cuida. Esta afirmación va más allá de la presencia militar; implica una inversión robusta en lo social, garantizando condiciones reales para que las comunidades puedan vivir en paz y seguridad. La seguridad no se logra únicamente con operativos, sino con la presencia estatal integral que genera oportunidades, justicia social y arraigo territorial.
La paz no es un concepto abstracto o un acuerdo firmado en una mesa; es una sensación tangible. Se construye cuando la vida se siente protegida y cuando el Estado acompaña con hechos concretos, no solo con promesas. Mientras los constructores de paz —los líderes en el territorio— sigan siendo blanco de la violencia, la paz seguirá siendo una meta distante.
Es imperativo que el Gobierno Nacional atienda este llamado urgente desde el territorio. El Cauca necesita que su esperanza no se vea truncada por la barbarie. Proteger a quienes trabajan por la comunidad es el primer e ineludible paso para construir la paz real que el departamento merece.


































































