El Precio de la Indiferencia en el Asfalto,La escena es dolorosamente familiar: manifestantes se toman la Calle 80 con Carrera 120, cierran por completo el flujo Oriente-Occidente, y la vida de miles de bogotanos se detiene. El Grupo Guía, como siempre, hace el trabajo imposible de gestionar la movilidad en el caos. Pero más allá del reporte del trancón, esta situación recurrente nos obliga a plantear una pregunta incómoda: ¿Es el bloqueo total un ejercicio legítimo de la protesta o se ha convertido en una forma de secuestro ciudadano?
El derecho a la protesta es inalienable en una democracia. Es el megáfono de los que no tienen voz. Sin embargo, cuando la expresión de un grupo anula de forma absoluta y prolongada los derechos fundamentales de otro, se cruza una línea delgada y peligrosa. Bloquear una arteria de la dimensión de la Calle 80 no es solo molestar al conductor; es detener la cadena de suministro, es impedir que un paciente llegue a su cita médica, es obligar a miles de trabajadores a perder horas de su jornada.
Proporcionalidad: Un Concepto Olvidado
La efectividad del bloqueo como herramienta de presión política reside en el dolor que inflige a la mayoría. Y ese es precisamente su problema ético.
Cuando un grupo de personas, con causas que pueden ser absolutamente válidas, decide castigar a la ciudad paralizándola, está fallando en el principio de la proporcionalidad. ¿No existen acaso otras formas de protesta visibles y contundentes que no impliquen la total anulación del derecho a la libre circulación?
El bloqueo total no solo genera indignación entre los afectados, sino que, irónicamente, desvía la atención del verdadero reclamo. En lugar de discutir la razón de fondo de la protesta (sean transportadores, comunidades indígenas o ambientalistas), la conversación pública se reduce a la queja más inmediata: el trancón. El mensaje se pierde en la frustración.
La Calle 80: El Símbolo del Fracaso Institucional
La recurrencia de estos bloqueos en el mismo corredor es, en el fondo, un indicador del fracaso persistente de las administraciones para establecer canales de diálogo efectivos. Si la única manera que tienen los ciudadanos de forzar una mesa de negociación es paralizando una de las entradas a la capital, es porque el Estado ha normalizado la sordera ante las peticiones que no vienen acompañadas de caos.
Mientras el Grupo Guía suda la gota fría para ofrecer rutas alternas que nadie puede tomar, la verdadera labor recae en los líderes institucionales. La gestión de la movilidad no debe ser la única respuesta. La verdadera solución es la anticipación, la negociación oportuna y el cumplimiento de acuerdos.
La paciencia de Bogotá con la “protesta de la parálisis” se agota. Es hora de que el Estado asuma su responsabilidad y genere los mecanismos para que los ciudadanos puedan alzar su voz sin necesidad de someter a toda una ciudad a un secuestro vial. De lo contrario, seguiremos atrapados en la 80, mirando cómo el derecho de unos pocos consume el tiempo y la paciencia de todos.


































































