La narrativa de la “paz total” choca a diario contra la realidad de un país que se siente asediado. El reciente acto terrorista en Tunja, donde un grupo criminal abandonó una volqueta cargada de explosivos en un sector residencial, no es solo un hecho noticioso; es una declaración de guerra contra el Estado y la población civil. Ante esta barbarie, se ha encendido un clamor nacional que exige un cambio de rumbo radical: la necesidad imperiosa de aplicar “mano fuerte” y refundar el principio de la autoridad en Colombia.
La tesis central es ineludible y constitucional: el único diálogo permitido con los grupos armados ilegales debe ser el de los fusiles, y los únicos grupos armados deben ser las Fuerzas Militares, la Policía y las empresas de seguridad autorizadas. Se acabó el tiempo de la “normalización” de guerrillas, carteles y mafias; estos grupos son, en esencia, terroristas y delincuenciales que han medrado en épocas de debilidad estatal. Colombia no puede seguir siendo un “Estado fallido” donde la extorsión, el secuestro y el asesinato sean vistos como herramientas legítimas de presión política.
La “mano fuerte” implica, necesariamente, una revisión profunda del marco legal. El debate propuesto para el próximo gobierno es disruptivo pero necesario: revisar y revocar indultos y amnistías a aquellos que han vuelto a delinquir tras beneficiarse de los acuerdos de paz. Si el perdón se convierte en un mecanismo para la impunidad rotatoria, el Estado pierde toda credibilidad.
Pero el planteamiento más radical y que requiere un debate constitucional de alta sensibilidad es la propuesta de pena de muerte para terroristas y la cadena perpetua para el agresor sexual. El argumento se basa en la ley natural y en el deber del Estado de proteger a su pueblo, citando el ejemplo de Israel. Si bien es una propuesta polarizadora y compleja en el contexto de los tratados internacionales de derechos humanos que Colombia ha ratificado, no se puede ignorar que refleja la desesperación de una ciudadanía que siente que la justicia ordinaria es insuficiente frente a actos de total desprecio por la vida humana.
Finalmente, la eficacia del Estado requiere de herramientas ágiles. La idea de un estatuto transitorio de seguridad contra el terrorismo, a la usanza de un Patriot Act, busca dotar a militares, fiscales y jueces de los mecanismos legales para prevenir, investigar y juzgar el terrorismo con la celeridad que exige la amenaza. Un terrorista que, a sabiendas, busca masacrar a civiles mientras duermen, no merece la contemplación de los mismos derechos humanos que arrebata a sus víctimas.
El clamor por la “mano fuerte” es un llamado a la acción. Es el anhelo de dejar de vivir bajo el yugo del miedo y el capricho criminal. La ciudadanía exige que el próximo gobierno no solo dialogue con quienes están en la ley, sino que erradique, de una vez por todas, a quienes han decidido vivir fuera de ella. La seguridad de los colombianos es la prioridad, y el precio de la impunidad se ha vuelto insostenible.


































































