La “Paz Total” se erigió como la gran bandera del Gobierno del presidente Gustavo Petro, prometiendo un horizonte de diálogo y reconciliación para desactivar los múltiples conflictos armados que aquejan a Colombia. Sin embargo, en su implementación, esta política se ha encontrado en un laberinto de críticas, cuestionamientos y resultados ambiguos que han sembrado la duda sobre su verdadera efectividad y equidad.
El centro de la controversia actual parece focalizarse en las negociaciones con las disidencias de las extintas Farc, particularmente aquellas lideradas por alias “Iván Mordisco” y alias “Calarcá“. La percepción de un trato diferenciado por parte del Gobierno hacia estas estructuras ha encendido las alarmas. Mientras que la ofensiva militar parece dirigirse con rigor contra el grupo de “Mordisco”, los “guiños y concesiones” hacia la estructura de “Calarcá” sugieren una estrategia de doble vía.
Otorgar legitimidad y poder de negociación a estructuras criminales es, sin duda, el punto más espinoso de esta estrategia. La suspensión de órdenes de captura y la libertad de movimiento que se concede a miembros de la organización para que participen en la mesa de diálogo no solo es polémico, sino que, para muchos, se traduce en un peligroso aumento de su capacidad criminal bajo el paraguas de la negociación. Es una ironía amarga: la política diseñada para desarmar, paradójicamente, podría estar fortaleciendo a los armados.
Además, los costos millonarios asociados a la logística y operación de estas mesas, que superan los $84.000 millones, requieren una justificación clara y resultados tangibles. Destinar una porción significativa de este monto a los diálogos con el grupo de “Calarcá” subraya la urgencia de una rendición de cuentas sobre el avance real y los beneficios que la sociedad colombiana está recibiendo a cambio de esta inversión y estas concesiones.
Si la “Paz Total” termina por ser percibida como una herramienta que exacerba las divisiones entre criminales y toma partido en sus disputas internas, o como un mecanismo que, en lugar de desmovilizar, enriquece y legitima, la promesa de paz habrá fracasado. La política necesita con urgencia transparencia, equidad y resultados medibles que demuestren a la ciudadanía que el costo de la paz no es la impunidad ni la cesión de soberanía al crimen organizado. De lo contrario, lo que se presenta como la solución podría convertirse en el problema más grande.


































































