A dos años de gestión del actual Gobierno Departamental, el eslogan “Con seguridad en el territorio” empieza a sonar más a una estrategia de marketing político que a una realidad palpable para los tolimenses. Cuando la narrativa oficial se empeña en vender un éxito que los indicadores y la cotidianidad de los municipios contradicen, la pregunta es obligatoria: ¿En qué Tolima viven los que gobiernan?
La evidencia técnica, aportada por investigadores de la Red Quynza y la Universidad del Tolima, es devastadora. No estamos ante una pacificación, sino ante una mutación de la violencia. Mientras la Gobernación se escuda en la confrontación ideológica con el Gobierno Nacional, el departamento se ha convertido en el tablero de dos regímenes de terror que operan con alarmante libertad.
La geografía del olvido
En el sur, las disidencias de las FARC mantienen su control bajo un discurso insurgente que solo sirve para disfrazar economías ilegales y el reclutamiento forzado. En el norte y la zona plana, el Clan del Golfo administra un portafolio criminal de extorsión y microtráfico mediante alianzas con bandas locales.
Resulta incomprensible —o sospechosamente conveniente— la asimetría narrativa del Gobierno Departamental. Se señala con vehemencia a las disidencias, pero se guarda un silencio sepulcral frente al avance paramilitar. Nombrar a unos y ocultar a otros no es un error de comunicación; es una decisión política que diluye responsabilidades y deja corredores estratégicos a merced de la ilegalidad.
Casos de un fracaso anunciado
Tres focos rojos ilustran la falta de voluntad institucional:
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Ataco y la minería ilegal: Es inverosímil que más de cien máquinas destruyan los ríos Saldaña y Atá a plena luz del día sin que las autoridades las “vean”. Aquí no falta información, falta autoridad. La minería ilegal no es solo un desastre ecológico; es la caja menor de la guerra.
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El Espinal y la banalización: Mientras el municipio se desangra entre sicariatos y extorsión, la discusión pública se desvía hacia anécdotas de “brujería”. Banalizar la violencia en un municipio alineado políticamente con la Gobernadora es una falta de respeto a las víctimas.
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La niñez como carne de cañón: El reclutamiento de menores sigue siendo tratado como un “daño colateral”. Sin estrategias robustas de prevención, la juventud tolimense está siendo entregada, por omisión estatal, a las filas del crimen organizado.
Seguridad sin política pública
La seguridad no se construye con carteles de recompensas, comunicados grandilocuentes ni con la mirada puesta en una futura candidatura a la Cámara de Representantes. Gobernar el orden requiere caracterización técnica, monitoreo y, sobre todo, articulación, algo que brilla por su ausencia en la actual administración.
El Tolima es hoy un territorio clave de tránsito y consumo de drogas, pero la respuesta sigue siendo reactiva: capturas de bajo nivel que no afectan las estructuras financieras del narcotráfico.
Al final del día, lo que tenemos es una fórmula de fracaso redonda: políticos en cargos técnicos, retórica ideologizada y una gestión que prefiere mirar hacia otro lado mientras la realidad del terreno se consolida en favor de los violentos. Si el legado pretendido era la seguridad, el balance a mitad de camino es deficitario. Un eslogan no protege a la población; la política pública, sí.


































































