A escasos meses de que Colombia se vuelque de nuevo a las urnas para renovar el Congreso y la Presidencia, el aire se siente denso, no por la altura de los debates, sino por el polvo que levanta la descalificación. Hemos pasado de la confrontación de ideas al canibalismo discursivo. En la arena política actual, parece que la única credencial válida no es el “qué voy a hacer”, sino el “a quién voy a destruir”.
La polarización, ese fenómeno que ya aceptamos como paisaje, ha mutado en algo más peligroso: una receta electoral donde la radicalización es el ingrediente principal y la eliminación simbólica del “otro” es el objetivo final. Ya no se busca convencer al indeciso con argumentos, se busca movilizar al convencido a través de la bilis.
El panorama está plagado de ejemplos de este fenómeno. Tenemos el caso de Jp Hernández, un camaleón político que, tras emerger bajo banderas de izquierda, dio un salto acrobático hacia la derecha antipetrista. Su éxito no radica en leyes sancionadas ni en debates de control con rigor técnico, sino en su capacidad para vociferar. Es el triunfo del influencer sobre el parlamentario: mucha cámara, poco contenido, pero miles de votos movidos por la indignación del momento.
En una orilla similar aparece la figura de Abelardo de la Espriella. El autodenominado “tigre” encarna la política del espectáculo y la fuerza bruta verbal. De él conocemos su fortuna y su deseo de “destripar” a la izquierda, pero poco o nada sabemos sobre su visión técnica de la economía o la salud pública. Es la política reducida a un campo de batalla donde el programa de gobierno es reemplazado por la amenaza de exterminio ideológico.
Incluso figuras como Daniel Quintero, hoy mermado por líos jurídicos, no han sido ajenos a esta dinámica. Su estrategia de burla y desprestigio hacia sus contradictores —rozando incluso lo misógino— demuestra que el ataque no es exclusividad de un solo bando; es una patología transversal.
Sin embargo, esta estrategia tiene un límite, y ese límite parece haberlo encontrado Vicky Dávila. Su caída como la gran outsider de la contienda es una lección interesante. Dávila intentó disparar hacia todos los frentes: desde el petrismo hasta figuras de la misma derecha como Miguel Uribe. El resultado fue el agotamiento de su imagen. Al final, el electorado, incluso el más radical, necesita percibir algo de estabilidad. Cuando una campaña nace y se nutre exclusivamente del odio, termina consumiéndose a sí misma por su propia irascibilidad.
Colombia se enfrenta a una encrucijada emocional. Si permitimos que el próximo presidente y el próximo Congreso sean elegidos únicamente por la intensidad de su desprecio hacia el oponente, habremos renunciado a la posibilidad de progreso. El reto ciudadano es mayúsculo: debemos aprender a filtrar el ruido.
No podemos seguir premiando al que más grite o al que mejor insulte. El país necesita proyectos, no vendettas. Porque, como bien nos ha enseñado nuestra propia historia violenta, ya sabemos exactamente cómo terminan los discursos de exterminio. Es momento de exigir propuestas, antes de que el lodo nos tape por completo.


































































