Vivimos en la era de la gratificación instantánea. Con un clic obtenemos una cena, una cita romántica o una transferencia bancaria. Sin embargo, la última frontera de esta digitalización absoluta ha cruzado el umbral de lo sagrado: ahora, la Inteligencia Artificial promete entregarnos a Dios en la palma de la mano. Los “chatbots religiosos” emergen como el refugio de una sociedad agotada, pero su ascenso plantea una pregunta incómoda: ¿Estamos buscando a Dios o simplemente un espejo digital que nos devuelva las respuestas que queremos oír?
La pandemia del COVID-19 no solo transformó nuestras oficinas, sino también nuestros altares. Nos acostumbramos a la despersonalización del rito; la pantalla dejó de ser una ventana para convertirse en el templo mismo. En ese vacío de presencialidad, la IA se presenta como el mediador perfecto: disponible 24/7, anónima y libre de los juicios que a veces encontramos en las comunidades humanas. Pero este refugio es, en realidad, un espejismo técnico.
El problema fundamental es la ausencia de pathos. Como bien señala el filósofo Byung-Chul Han, la IA carece de disposición anímica. No se eriza, no duda, no se conmueve. Una fe procesada por un algoritmo es una fe sin pasión y, por lo tanto, una fe sin humanidad. Aristóteles decía que el pensamiento nace del asombro; la IA, en cambio, nace del dato. Puede procesar milenios de teología en un segundo, pero es incapaz de sentir el peso del dolor humano o la alegría del perdón.
Delegar nuestra espiritualidad a una máquina es un salto al vacío. La vida espiritual no es un manual de instrucciones que se resuelve con una respuesta lógica; es confrontación, es vulnerabilidad y, sobre todo, es comunidad. El éxito de aplicaciones como Hallow, con millones de usuarios, nos confirma que el hambre espiritual está intacta, pero también nos advierte sobre el peligro de una “religiosidad de consumo”: individualista, cómoda y superficial.
Una IA que intenta emular lo divino es quizá el desafío teológico más grande de nuestra era. Si permitimos que el algoritmo sustituya el discernimiento humano, corremos el riesgo de crear un Dios a nuestra imagen y semejanza: apático, programable y funcional.
La espiritualidad verdadera exige el “calor humano de Dios en nosotros”. Necesita del otro, del cuerpo, del ritual compartido y del silencio que la máquina no sabe interpretar. Al final del día, la tecnología puede ser una herramienta útil para la oración, pero nunca podrá reemplazar el misterio de un encuentro que, por definición, es impredecible, apasionado y profundamente vivo. No busquemos en el código lo que solo se encuentra en el alma.


































































