Hay historias que se repiten con una crueldad pasmosa en el ecosistema laboral. Historias donde la lealtad se convierte en el arma perfecta para el verdugo y la ayuda desinteresada, en el boomerang que golpea a quien la ofrece. Nos enfrentamos, una vez más, a la amarga ironía de ver a aquel que ayer alzamos, hoy desbocado en su afán por aplastarnos. Es el eterno drama de la ambición desmedida, un virus silencioso que corroe los lazos de confianza y transforma a un subalterno agradecido en un coordinador déspota.
La situación descrita resuena con la fuerza de un clásico. Hemos sido testigos de cómo se forjan carreras, se ofrecen mentorías y se abren puertas con la mejor de las intenciones, solo para descubrir que el ascenso otorgado se ha convertido en una plataforma desde donde se lanzan ataques. Este nuevo coordinador, a quien se le tendió la mano para alcanzar la cima, no solo busca consolidar su poder, sino que lo hace pisoteando a su benefactor, en un acto que roza lo patológico: la ingratitud elevada a la categoría de estrategia.
Pero la trama se complica y se ensucia con la aparición de actores secundarios que resultan ser piezas clave en el engranaje de la ofensa. La mención de una “veedora que de imparcial no tiene nada” y su “segundona” que “por la edad empieza a mostrarse que debe pisotear a todo el mundo”, no es un mero cotilleo de pasillo, es la radiografía de un sistema corrompido.
La supuesta imparcialidad de una veeduría o figura de control se desvanece cuando se confabula en el acoso. La ética y la objetividad, pilares de cualquier estructura sana, son sacrificadas en el altar de las alianzas oscuras y los intereses personales. Esto no solo hiere a la víctima, sino que degrada la institucionalidad misma, enviando un mensaje peligroso: en esta organización, la justicia se compra y se vende.
Y qué decir de esa figura que, con la experiencia de los años, debería ser un faro de sabiduría y mesura, pero que elige el camino de la prepotencia. La edad, que debería traer consigo la empatía y la comprensión del ciclo de la vida laboral, se manifiesta en un autoritarismo anacrónico, la necesidad de pisotear para sentirse vigente. Es la envidia disfrazada de autoridad, la inseguridad proyectada en el control abusivo.
La lección que emerge de esta dolorosa traición es doble:
- *La fragilidad del capital humano:* En el entorno laboral, la confianza es un activo volátil. Ayudar a ascender a un colega siempre implica el riesgo de crear un competidor, pero cuando ese competidor elige la traición, el problema deja de ser profesional y se vuelve moral.
- *La obligación de la resistencia ética:* Ante el atropello y la confabulación, la columna vertebral debe permanecer firme. Documentar, denunciar y resistir no son actos de venganza, sino de autodefensa y de compromiso con la verdad.
Aquel que ayudó, hoy se encuentra solo en el ojo del huracán. Pero en esa soledad, reside también una fortaleza: la claridad moral. Mientras los traidores y sus cómplices se revuelcan en el fango de sus intrigas, el benefactor ultrajado conserva algo mucho más valioso que cualquier cargo: la dignidad de saber que su ascenso fue por mérito propio, y no por la alfombra que tendió la ingratitud.
*La ironía de esta historia es que, a la larga, el tiempo se encarga de ajustar las cuentas*. Las estructuras construidas sobre la mentira y el pisoteo son castillos de arena. El eco de esta traición no solo resonará en los pasillos, sino en la conciencia, si es que queda alguna, de quienes han elegido el camino más sucio para ejercer el poder.* Y esa, sin duda, es la peor de las condenas*.
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