El calendario político en Colombia avanza, pero en el departamento del Cauca, la cuenta regresiva no es solo para las elecciones: es una cuenta regresiva para la tranquilidad y, a menudo, para la vida. La jornada del pasado jueves 13 de noviembre, marcada por los ataques coordinados de las disidencias de las Farc, no fue un incidente aislado, sino una declaración de guerra que expone la fragilidad de la paz y la soberanía del Estado en una de sus regiones más estratégicas.
La respuesta de las disidencias a los bombardeos ordenados por el presidente Petro fue rápida, brutal y, lo más preocupante, audazmente coordinada. Los informes que llegan desde Padilla, Corinto, Caloto, Inzá, El Patía y Timbío dibujan un panorama de terrorismo táctico: ataques con drones contra estaciones de policía, como el reportado por comerciantes aturdidos en Timbío, y el uso de retenes para pinchar neumáticos y pintar vehículos con grafitis, una intimidación simbólica que busca anular la presencia estatal y consolidar el control territorial armado. El balance de militares, policías y civiles lesionados es el costo tangible de esta retaliación, pero el costo intangible, el miedo generalizado, es mucho más devastador.
El hecho de que la violencia sea señalada como una “retaliación” por la ofensiva en Guaviare solo subraya un ciclo vicioso: la mano dura militar genera un desplazamiento inmediato del conflicto y una respuesta violenta dirigida a la población civil y a la infraestructura de seguridad local. El Estado reacciona, pero la guerrilla elige el cuándo y el dónde de la confrontación, manteniendo a la sociedad rehén de su pulso.
La metáfora más dolorosa de esta crisis se encuentra en la inminente jornada electoral. La democracia se basa en la libre circulación de ideas y candidatos, pero hoy, en el Cauca, esa libertad está cercenada por la amenaza de la muerte. La noticia de que muchos aspirantes a cargos de elección popular no pueden salir de Popayán para hacer campaña es la prueba irrefutable de que la democracia está sitiada .
Unos comicios donde los líderes no pueden visitar a sus electores por temor a ser “ultimados” no son un ejercicio pleno de la voluntad popular, sino una elección bajo coacción. Los votos que se depositen serán legítimos, pero el proceso habrá sido profundamente viciado por la intimidación de las armas. Es el grupo armado, y no el ciudadano, quien traza el mapa político del departamento.
El clamor del gobernador Octavio Guzmán, al señalar el “atentado cobarde contra la vida y la tranquilidad del pueblo caucano”, es la voz de una región que exige más que respuestas militares. Exige una estrategia integral que vaya más allá del bombardeo y la retaliación, que recupere el territorio, garantice la seguridad de los ciudadanos y, fundamentalmente, proteja el derecho inalienable de los caucamos a vivir, votar y elegir sin terror.
El Cauca no necesita paños de agua tibia; necesita que el Estado demuestre, con acciones contundentes y una presencia permanente, que la soberanía reside en sus instituciones y en su pueblo, y no en el fusil de las disidencias. De lo contrario, seguiremos viendo cómo la guerra le roba a la democracia sus voces, sus líderes y su futuro.


































































