El reciente comunicado oficial del Ejército Nacional sobre los sucesos ocurridos en el cañón del Micay, en el departamento del Cauca, nos enfrenta a una realidad cruda y compleja. En un solo hecho, se mezclan la violencia de los grupos armados, el constreñimiento de la población civil y el secuestro de miembros de la Fuerza Pública. La narrativa militar habla de una asonada perpetrada por cerca de 600 personas, pero rápidamente la califica como un secuestro, privando de la libertad a 72 uniformados. Esta dualidad en la descripción del evento es crucial. ¿Es una protesta espontánea o un acto criminal orquestado?
La delgada línea entre protesta y coerción
El Ejército denuncia que la asonada fue resultado del constreñimiento de la población por parte de la estructura criminal “Carlos Patiño”. Este es un punto fundamental. Si bien el derecho a la protesta es inalienable, su manipulación por actores armados ilegales lo desvirtúa por completo. No estamos ante una manifestación de descontento social genuino, sino ante la instrumentalización de la comunidad como un escudo humano para entorpecer la labor de las autoridades. Esta táctica no solo pone en riesgo a los militares, sino también a los civiles mismos, que se ven obligados a participar en acciones que no quieren, bajo amenaza.
Un desafío al Estado y a la sociedad
Los hechos del 7 de septiembre en el corregimiento de San Juan de Micay son un golpe directo al Estado de derecho. Al calificar el suceso como secuestro, el Ejército señala que se han violado los derechos fundamentales, la Constitución y varias leyes penales. Esto va más allá de un simple enfrentamiento. Es un recordatorio de que en ciertas zonas del país, los grupos armados mantienen un control territorial y social que les permite actuar con impunidad. La solicitud de colaboración a la comunidad para identificar a los responsables, así como el llamado a organismos internacionales, refleja la gravedad de la situación y la necesidad de una respuesta contundente y coordinada.
Es imperativo que este acto no quede en la impunidad. El secuestro de los 72 militares es un acto de guerra que exige una respuesta legal y social firme. La protección de los derechos humanos y la estabilidad del Estado no pueden ser rehenes de la violencia y la coacción de grupos criminales. La liberación de los secuestrados es la prioridad inmediata, pero la solución a largo plazo requiere desmantelar las redes que instrumentalizan a las comunidades y ejercen violencia contra la población y la Fuerza Pública colombiana
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