La noche del 9 de septiembre, la tranquilidad de Pradera se vio brutalmente interrumpida. El asesinato de José Dorian Jiménez Salazar, un servidor público que, como cualquier otro ciudadano, disfrutaba de un partido de fútbol, no es solo un hecho de violencia más; es un ataque directo a la convivencia y al Estado de derecho. Este crimen, perpetrado en un espacio público y en un momento de ocio, nos recuerda que la inseguridad no conoce de horarios ni de lugares.
Este trágico suceso no solo deja un vacío en la administración municipal, sino que también siembra el miedo y la incertidumbre en la comunidad. La sensación de vulnerabilidad se agudiza cuando aquellos que están llamados a proteger y a servir son las propias víctimas. La ciudadanía de Pradera, al igual que en muchos otros lugares de Colombia, se pregunta: ¿quién nos protege cuando ni siquiera los funcionarios están a salvo?
Las autoridades han iniciado las investigaciones para esclarecer los hechos y dar con los responsables. Sin embargo, más allá de la acción judicial, es fundamental una reflexión profunda sobre las raíces de la violencia. Este no es un caso aislado, sino el reflejo de una problemática estructural que socava los cimientos de nuestra sociedad. Es imperativo que, como comunidad, nos unamos para exigir justicia, pero también para construir un futuro en el que el diálogo y la paz prevalezcan sobre la violencia y la intolerancia.
El asesinato de José Dorian Jiménez Salazar es una herida abierta en el corazón de Pradera y del Valle del Cauca. Su muerte nos llama a la acción colectiva para erradicar la indiferencia y para defender la vida como el valor más sagrado. Que su memoria sirva para recordarnos que la paz no es un regalo, sino una lucha constante que debemos librar todos los días.


































































