La noticia no es nueva, pero no por ello deja de ser desgarradora: el norte del Cauca vuelve a arder. Los nombres de Santander de Quilichao, Suárez y Buenos Aires resuenan otra vez en los titulares, no por sus riquezas culturales o agrícolas, sino por el estruendo de las ametralladoras. El reciente enfrentamiento entre la Fuerza Pública y el frente Jaime Martínez de las disidencias de las Farc no es solo un parte militar; es el síntoma de una herida que Colombia no logra cerrar.
El Rostro de la Tragedia
La muerte del intendente Luis Guillermo Martínez es un golpe seco a la institucionalidad. Perder a uno de los investigadores que mejor conocía las entrañas de estas estructuras criminales no es solo una estadística; es un retroceso en la inteligencia estratégica del Estado. El audio de su auxilio pidiendo apoyo aéreo en Taminango es el eco de una realidad cruda: nuestras fuerzas del orden siguen enfrentándose a una hidra que parece regenerarse con cada golpe.
Sin embargo, tras las botas y los uniformes de ambos bandos, queda una población civil que ha hecho del “clima de terror” su cotidianidad. Cuando el Estado responde con operativos de “venganza y justicia”, como se ha descrito tras la caída del intendente, el fuego se aviva. Si bien la destrucción de talleres de explosivos es una victoria táctica necesaria, la pregunta de fondo sigue vigente: ¿cuánto más puede aguantar una comunidad que vive con la maleta lista bajo la cama?
Un Círculo Vicioso
El Cauca parece atrapado en un bucle temporal. Las decisiones estratégicas de los grupos alzados en armas y la respuesta reactiva del Gobierno nacional terminan por convertir a las zonas rurales en tableros de ajedrez donde los peones son los campesinos, los indígenas y las comunidades afrodescendientes.
El conflicto en esta región no se resolverá únicamente con el conteo de bajas o la incautación de vehículos bomba. La seguridad es urgente, pero la paz es estructural.
La Urgencia de ir más allá del Fusil
La memoria del intendente Martínez y de tantos otros que han caído en cumplimiento de su deber no debería ser solo un motor para la represalia militar, sino un llamado imperativo a la presencia integral del Estado. Mientras el narcotráfico y la minería ilegal sigan siendo los únicos empleadores efectivos en estas zonas limítrofes, las disidencias de alias “Iván Mordisco” seguirán encontrando combustible para su guerra.
Hoy, el norte del Cauca clama por algo más que helicópteros y ráfagas de fusil. Necesita un camino de reconciliación que no sea solo un discurso de escritorio, sino una realidad que le devuelva la calma a Suárez y Buenos Aires. La guerra está en su punto más alto, sí, pero la voluntad política para transformarla debería estarlo aún más. No podemos permitir que el Cauca se convierta en el paisaje eterno de nuestra desgracia.


































































