Las apariciones a Santa Margarita María no fueron el origen de esa devoción. Ella ya existía y se remonta a los primordios de la historia de la Iglesia. Antes del mensaje de Paray-le-Monial, grandes santos y renombrados teólogos ya se habían destacado en la práctica y propagación de ese culto tan precioso. Entre muchos otros, podríamos citar a Santa Gertrudis, San Buenaventura, Santa Matilde, San Bernardo, San Francisco de Asís, Santa Catalina de Siena, Tomás de Kempis, San Francisco de Sales, y de modo particular, San Juan Eudes, quien reunía siempre las devociones al Corazón de Jesús y al Corazón de María. Fue el primero en conseguir en 1672 el esplendor de un culto litúrgico al Sagrado Corazón, con oficio y Misa propios, celebrados en las diócesis en que eran permitidos por los respectivos obispos.
Sin embargo, fue en la bendita atmósfera de Paray-le-Monial donde se realizaron los prodigios y hechos fundamentales para que esa devoción se consolidase, asumiese sus aspectos definitivos, y se esparciese por la Iglesia universal.
Para un vigoroso impulso inicial, así como para llevar adelante la misión que le confiara el Divino Maestro, Santa Margarita María encontró gran apoyo en San Claudio de la Colombière –su confesor y hombre de virtudes extraordinarias-, bien como en la Orden de los Jesuítas a la que éste pertenecía. Desde entonces, los hijos de San Ignacio se volvieron denodados heraldos de esa devoción.
El culto al Sagrado Corazón fomentado así, comenzó a propagarse rápidamente, siendo protegido y favorecido por los Sumos Pontífices con importantes indulgencias. En 1856, el Papa Pío IX extendió a toda la Iglesia la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, fijada para el primer viernes después de la octava de Corpus Christi, fecha en que hasta hoy es celebrada.
En el inicio de la década de 1920 tuvieron lugar las apariciones del Sagrado Corazón a Sor Josefa Menéndez, religiosa coadjutora de la Societé du Sacre Coeur de Jésus, conocidas como el “llamamiento al Amor”. En ese mensaje –cuyos puntos más sobresalientes transcribimos al comienzo de este trabajo- Nuestro Señor no hace sino redescubrir a los hombres, con desvelo aún mayor, el tesoro insondable de clemencia y de misericordia que Él nos ha reservado.
En lo que dice respecto al alcance y a los frutos de esa devoción, sobre ello ya se manifestó Santa Margarita María: “No hay”, dijo ella, “camino más corto ni mas seguro para la perfección de que consagrarse al divino Corazón, prestándole todos los homenajes de amor, honra y alabanza de que somos capaces. Creo que, en la vida espiritual no existe devoción más propia para que en breve plazo se pueda llevar un alma a la santidad, y hacerla experimentar la verdadera felicidad en el servicio del Corazón de Jesús.”
Por medio de esta devoción se establece la más íntima y preciosa relación que podemos tener con Jesús, conociendo a qué extremos somos llamados por Él, y en consecuencia, cuánto le debemos en amor, gratitud, reparación y en fidelidad a sus designios superiores. Por lo tanto, “todos debemos beber del Corazón divino, que es fuente de vida y santidad. No hay en el universo creado otro lugar del cual pueda brotar la santificación para la vida humana, fuera de este Corazón que tanto nos amó” (Juan Pablo II, Idem, agosto de 1986).
Esa devoción tiene igualmente extraordinario alcance para el conjunto de la humanidad, produciendo frutos no menos valiosos. Ella ofrece eficaz remedio para los males que afectan al mundo contemporáneo. En efecto, es la devoción de la bondad y de la misericordia. Ella recuerda a los hombres —tan ávidos de afecto y sin embargo tan llenos de egoísmo— que un amor incomparable hizo descender del cielo al Verbo de Dios; que este amor fue su alimento sobre la tierra y lo acompañó hasta la eternidad, donde no lo deja descansar un solo instante, siempre vuelto hacia nosotros.
La Agonía en el Huerto, la Cruz, la Sagrada Eucaristía, milagros de amor divino olvidados por los hombres, vuelven a su memoria a través de la devoción al Sagrado Corazón. Ésta los obliga a creer que existe alguien que los quiere apasionada e infinitamente.
Además de esto, “en el Corazón de Cristo, lleno de amor al Padre y a los hombres sus hermanos, se dio lugar la perfecta reconciliación entre el cielo y la tierra. Quien quisiere experimentar la dulzura de esa reconciliación, debe aceptar la invitación del Señor y dirigirse a Él. En su Corazón encontrará paz y descanso; allí su duda se transformará en certeza, el ansia en quietud, la tristeza en alegría, la perturbación en serenidad. Allí encontrará alivio para el dolor, fuerza para superar el miedo, generosidad para no rendirse al envilecimiento y retomar el camino de la esperanza” (Juan Pablo II, Idem, septiembre de 1989).
Nada más propio pues para levantar a los espíritus abatidos por la tibieza y el desaliento, que la vista de un Dios que oculta su omnipotencia, para que brille y triunfe sólo la misericordia de su Corazón. Nada más propio a rescatar a los hombres de las vías de la incredulidad, de la irreligiosidad y de la indiferencia moral –causas principales de la inmensa crisis moderna-, que prestar oídos al mensaje impregnado de fe, perdón y clemencia inagotables que el sagrado Corazón se dignó traerles desde la eternidad.
¿Y cómo no prevenirnos de una confianza sin límites al pensar que ese Corazón, que a nosotros se ha mostrado tan compasivo e indulgente, es el Señor del mundo y el supremo Juez de los acontecimientos, y que nada nos sucede sin que haya sido ordenado y permitido por Él con miras a nuestra santificación y felicidad?
Esta es la devoción al Sagrado Corazón bien entendida. No es una práctica de culto como otras, sino el pleno desarrollo de la piedad cristiana. Es en el Sagrado Corazón donde el amor divino se reveló en todo su esplendor; y es en relación a Él donde la caridad humana se reviste de toda su plenitud.
En fin, por medio del verdadero conocimiento y culto del Sagrado Corazón, la humanidad se aproxima de Dios; y a través de Él, a ruegos de María Santísima, las bendiciones del cielo se difunden con abundancia sobre la tierra. Sepamos pues corresponder a esa maravillosa profusión de gracias, para que, revelándose nuevamente al mundo, pueda Jesús mostrarse repleto de divina alegría, afirmando:
“¡He aquí el Corazón que tanto amó a los hombres, y que por ellos fue tan profundamente amado!”
(“Sagrado Corazón de Jesús, Tesoro de Bondad y de Amor”, Mons João Clá Dias, EP)