Durante la mayor parte de su vida, Virginia Woolf sufrió de lo que llamaba “la vergüenza ante el espejo”. Tenía aversión a verse reflejada. Escribió sobre ello en los últimos años de su vida, no mucho antes de suicidarse, recordando que el problema había comenzado con un espejo en concreto. Estaba en la entrada de la casa en la que creció. Cuando tenía seis años, su hermanastro, Gerald Duckworth, la levantó, la puso sobre una mesa y metió las manos por debajo de su vestido.
Su otro medio hermano, George Duckworth, también comenzó a acosarla algunos años después. Durante una época, la visitaba cada noche. Virginia Woolf habló en público del abuso y escribió sobre el tema, que continuó hasta bien entrados los veinte años. Fue capaz, incluso, de enfrentarse a George, pero nunca pudo controlar el malestar ante los espejos. “Es tan difícil”, escribió con una torpeza poco habitual en su obra, “dar testimonio de la persona a la que le suceden las cosas”.
¿Cómo enfrentarnos a nuestro propio dolor? Es un tema especialmente complicado. ¿Cómo entendemos nuestro sufrimiento? ¿Con qué palabras? ¿Para qué? ¿Nos hace más pequeños, nos impacta realmente el sufrimiento intenso?
Ese tipo de preguntas gira en torno a la palabra “superviviente”, un término cada vez más extendido entre quienes han sufrido violencia sexual. Utilizado con frecuencia para referirse a aquellos que pasaron por el Holocausto, la palabra se sumó al acervo utilizado por los grupos feministas que comenzaban a trabajar contra el abuso sexual infantil en la década de los ochenta y ha ampliado su sentido hasta ser parte del lenguaje de uso diario.
Durante la última entrega de los Premios Oscar, Lady Gaga cantó su canción nominada “Til it Happens to You”, de “The Hunting Ground”, un documental sobre violación en las universidades. Lo hizo acompañada por 50 hombres y mujeres que habían sufrido abusos que llevaban la palabra “superviviente” escrita en sus brazos. El día después habló de su propia experiencia como adolescente violada. “51, sobreviviendo y alcanzando el éxito”: fue el pie de foto que puso a una imagen del grupo en Instagram. En las redes sociales, los usuarios pusieron mensajes de apoyo con la etiqueta #SurvivorLoveLetter (#CartaDeAmorAlSuperviviente). Una mujer, por ejemplo, le escribe a su versión más joven: “No eres lo que te quitaron. Eres un monumento a la supervivencia y la recuperación está ahí… eres una reina”.
El mundo se ha puesto al día, al igual que la ley. El informe sobre seguridad en los recintos universitarios elaborado por la Casa Blanca en 2014, dice: “Estamos aquí para decirle a los supervivientes de asalto sexual en la universidad que no están solos”.
Y acaba de presentarse una propuesta de ley de los derechos de los supervivientes en el Senado de Estados Unidos que tiene el objetivo de “reforzar la capacidad de los supervivientes para tomar decisiones con toda la información disponible a lo largo del proceso de justicia criminal”, además de otras cosas como alargar el tiempo durante el que se conservan los kits que contienen la información acerca de una violación.
La definición legal de violación evoluciona con el tiempo y siempre ha sido un barómetro de las actitudes sobre género y raza. La legitimidad del superviviente apunta a un cambio sutil pero importante en el debate sobre la violencia sexual. La historiadora Estelle B. Freedman cree que la historia de la violación en Estados Unidos “consiste en gran medida en darle seguimiento a las narrativas cambiantes que definen qué tipo de mujeres pueden acusar a qué tipo de hombres por el delito de sexo forzado sin consentimiento y qué versiones de los hechos son creíbles”. Son muy pocas las excepciones y, en general, no hay memoria histórica de cómo las víctimas de violencia sexual se perciben a sí mismas y entienden sus experiencias.
Después de todo, la víctima de violación “buena” o “creíble” siempre ha sido la que ha muerto, y se convierte así en ese símbolo útil de inocencia rota que cualquier grupo puede adoptar para hacer ruido –un suicidio como el de Lucrecia, cuya violación se convirtió en catalizador de la fundación de la república en Roma, o el de cualquiera de las santas de la Iglesia católica (ninguna de las cuales fue violada, por cierto, porque prefirieron morir antes que aceptar la violación). En literatura, las mujeres han sido silenciadas. En “Metamorfosis” de Ovidio se convierten en pájaros y árboles. A una le cortan la lengua para que no testifique, un lugar común que aparece en todas partes desde “Tito Andrónico” a “El mundo según Garp”.
Pero desde los años setenta, algunos libros que recogen testimonios en primera persona de mujeres que sufrieron incesto y abuso sexual cuando eran niñas expusieron el tema ante la opinión pública. Alguna de estas obras usó específicamente la palabra “superviviente” para sustituir a “víctima”. Su objetivo era, de manera deliberada, resignificar y enfatizar los recursos de la mujer ante su supuesta indefensión y defender las decisiones tomadas, las que permiten a esas mujeres mantener la cordura y la salud.
Lo que un día sonó radical, se convierte en una retórica de heroísmo casi forzado. “No soy víctima, soy superviviente” es el lema habitual de mujeres como Trisha Meli, quien fue violada mientras trotaba en Central Park en 1989, o la actriz Gabrielle Union, violada a punta de pistola a los 19 (“Odio sentirme víctima, te vuelve perezosa”). Otras prefieren “luchadora” o incluso “guerrera”.
Es indiscutible que hoy en día existe una insistencia en proyectar fuerza y dureza, tal como lo hacen mujeres como Jessica Jones, la emperatriz de Mad Max; Lisbeth Salander; Olivia Benson de la serie de televisión “Law and Order”, o a la novia de “Kill Bill”.
La superviviente, o su representación en la cultura pop, ahora tiene una imagen distintiva: está herida pero no lo suficiente como para provocar pena o repulsión. Su herida la hace interesante, incluso atractiva. Antes la víctima era una figura aislada que producía vergüenza, pero la superviviente es ágil y está bien equipada con recursos. Provoca un poco de miedo, es sexy y su rabia cuenta con bendición divina.
Y tiene la capacidad de cruzar culturas: es Priya, la estrella de un cómic indio que va montada en un tigre y se enfrenta a sus violadores; es Maima, que recorre el escenario en Broadway con un AK 47 colgando del pecho en “Eclipsed”, la obra de Danai Gurira sobre las esclavas sexuales de la guerra civil en Liberia. Incluso como prisionera —como la madre que aparece en “Room”— puede con todo.
Y toma vida en las marchas de protesta contra la violencia sexual en las universidades. El año pasado, Karmenife Paulino, una estudiante, montó una exposición frente al edificio de la asociación de estudiantes donde dice que fue violada. Posó triunfante, vestida de dominatriz y rodeada de actores que representaban a los miembros de la asociación. “Una de las cosas que más me ha ayudado como superviviente ha sido encontrar una manera creativa de expresar mi dolor”, dijo la joven en una entrevista con un blog de la universidad. “Así se me ocurrió pensar en cómo sería reclamar ese espacio”.
La preferencia por “superviviente” en lugar de “víctima” es una cambio en el lenguaje tanto ideológico como lingüístico. En “Bright-Sided” su crítica publicada en 2009 sobre la obsesión estadounidense con el pensamiento positivo, Barbara Ehrenreich señaló un proceso similar en los pacientes con cáncer. “La palabra víctima está proscrita”, escribe, porque se entiende como lástima por uno mismo. Se prefieren metáforas marciales, y quienes “han perdido la guerra” pasan al olvido. “Son los supervivientes quienes han hecho méritos para recibir honores”. Y de esa manera, el péndulo pasa de un extremo al otro: de ver la violación como dolor insoportable a ver al superviviente como alguien con poderes sobrehumanos.
Es, de nuevo, “la vergüenza ante el espejo”. Es el miedo a enfrentarte a tu propia vulnerabilidad en una sociedad desesperadamente optimista y adicta a las historias con final feliz. Con algunas excepciones, la misión no es solo sobrevivir, sino hacerlo lo más rápido posible, y que sirva para levantar a los demás.
Wagatwe Wanjuki, una de las personas que estuvo junto a Lady Gaga durante los Premios Oscar, escribió en una página web sobre “el costo invisible” de ser superviviente. “Eres reconocido por ser capaz de soportar las peores experiencias de tu vida”.
Una palabra que antes servía para liberar a las mujeres de su estigma es, ahora, un tratamiento. “La supervivencia obligatoria despolitiza nuestra manera de entender la violencia y sus consecuencias”, escribió en feminist.com Dana Bolger, directora ejecutiva de Know Your IX (una organización “por y para jóvenes supervivientes” que lucha contra la violencia sexual en las escuelas). Y añadió: “Pone el peso de la recuperación en el individuo mientras borra el sistema y las estructuras que hacen que sobrevivir sea algo duro, más duro para unos que para otros”.
La obligación a sobrevivir anticipa las sensaciones que afrontan muchas víctimas de la violencia: desconfianza, indiferencia y la falta de apoyo por parte de la sociedad. Esto sin añadir lo que menciona Jon Krakauer en su libro sobre la violación en las universidades, “Missoula”: si una persona es violada en Estados Unidos, más del 90 por ciento de las veces el violador no será condenado.
Así, la ética de coraje y fortaleza tiene sentido. No hay alternativa.
En japonés, la palabra trauma se expresa con la combinación de dos caracteres: “afuera” y “herida”. El trauma es una herida visible –es sufrimiento que podemos ver–, pero también es sufrimiento público que se calcifica hasta convertirse en parte de la identidad e inevitablemente se simplifica. Quizás queda algo de sabiduría latente en la frase de Woolf: “La persona a la que le pasan las cosas”. Es amplia. No te ubica en ninguna fase específica del sufrimiento o la recuperación. Se centra en la persona y no en el evento, algo que resulta crucial. Quienes han sufrido violencia sexual caen en el sentimentalismo de los demás.
O, aun peor, en el estigma: O están rotas o son heroínas. Todo puede proyectarse sobre ellas.
Todo menos el poder y la vulnerabilidad de las personalidades normales.
Por
tomado // http://www.nytimes.com/